Lolita de caramelo

Los últimos rayos de sol entraban en la habitación. Ella estaba alli parada, quieta, como un conejo en la mira del cazador. Su rostro iluminaba más el cuarto que el propio sol, su cabello brillaba y resplandecía como el agua del mar al atardecer.

Él la miraba a los ojos y sentía que un puñal le atravesaba el pecho, podía perderse en los ojos de ella toda la vida, en esos ojos oceánicos, de un azul tan turbio que era dificil ver a través de ellos.

Ella era una niña-mujer, una mujer-niña, en el medio de una cosa y la otra, como la fruta que aún no está madura del todo. Sus labios rojos y mejillas rosadas lo decían todo, la eterna juventud, lo intocable, lo imposible, lo prohibido. Y aun asi él la veia como su Venus, su diosa, aquello que era imposible para un mortal, imposible para un adulto, imposible para cualquier hombre.

Ella se acercó, él palpitó.

Apoyó sus labios, cálidos, suaves, jóvenes y virginales en la mejilla de él y los arrastró hacia su barbilla. Él pensaba que se iba a morir en ese mismo instante, pero tuvo un momento de valentía, un solo instante, y agarrándola de la cintura la apretó contra el y la besó.

No fue un beso adolescente, fue un beso pasional y adulto, como si ella fuera la reina de la experiencia y él, el niño inocente y prohibido.

De repente todos los problemas de él se desvanecieron, no pensó, por fin fue el mismo, como si no existiera nada más que los dos. Ese instante fue solo de ellos, porque el mundo se paró.
En ese momento él era solo el y no tenía vida propia, no tenía novia, ni perro, ni coche, no tenía trabajo, ni compromisos, él se tranformó en ella, un niño.

Él se acercó al oido de la joven y dijo; "¿Me esperarás?"

Y ella dijo; "Siempre".


Y a las palabras se las llevó el viento.


Para él siempre fue nunca. Para ella nunca fue siempre.